Lo veo a través del vidrio del bar
que se convirtió, desde hace unos meses, en su oficina. Lleva puesto un traje y
está leyendo el diario, casi no lo reconozco. Las últimas veces que lo vi tenía
sus típicos jeans gastados, sin embargo, todavía conserva esa sonrisa que le
arruga la cara. En sus 64 años ha pasado por los más diversos y raros trabajos:
fue criador de peces, actor en cámaras ocultas, agente antinarcóticos, sereno de hospital, chofer en el consejo del
menor, entre varios más. Pero, a diferencia de los anteriores, me pide que no
mencione su nuevo trabajo: “Para evitar problemas legales”. Es un tipo que ha sabido practicar eso
de “hecha la ley, hecha la trampa” cuando necesitó de ello.
Con una seña les avisa a sus
compañeros de trabajo que va a tomar un descanso, mientras la moza me ofrece algo para tomar: “¿No te das cuenta que me vienen a hacer un reportaje para mi
próxima película? `La vida de Jorge’”, le grita a la camarera que, como ya conoce su humor, se ríe y lo insulta por lo
bajo. Una de sus hijas trabaja con él.
Cuando llega al bar se sienta con nosotros y escucha la conversación en silencio
pero con atención. Solange, quiere a su
padre como lo hace cualquier hija, a
pesar haber estado varias veces distanciados por la vida que él eligió. Ella es
fruto del primer matrimonio de Jorge, y una de sus siete hijos.
Más allá de los chistes que
hace para romper el hielo, sé que no está relajado. Su paso por el Consejo del Menor le
provocó tantas angustias como alegrías. “Es un desastre lo que son los Institutos,
y eso que te estoy hablando hace diez años, no me imagino lo que serán ahora”. Jorge trabajó trasladando chicos a lo largo de toda
la provincia de Buenos Aires hasta el año 2000, cuando fue despedido. Me
insiste en que sólo se dedicaba a llevar chicos asistenciales, para indicarme
la gravedad de los casos. “Chicos abandonados, nenas violadas, con temas de
drogas, problemas de esas características; ninguno con causas penales”. Chicos
que poco tenían que ver con la situación que les tocaba vivir.
Hay historias que prefiere no
contarme, porque a pesar de los años que pasaron, lo siguen afectando. Recuerda
una vez que llegó llorando a su casa y estuvo así una semana, hasta que
entendió que no podía hacer más de lo que había hecho: “Era una nena que no
hablaba, la conocí justo cuando cumplía 15 años. Con el chofer nos tocó
llevarla a Bahía Blanca, lo cual era muy raro porque los hombres no podíamos
llevar chicas. Pero como el consejo era un desastre, nos mandaron a nosotros. Ella
había quedado traumada, no había sido violada, ni nada, pero no había forma de
hacerla hablar. ¿Sabes que decidimos hacer? Llegamos a Tandil y le festejamos
el cumpleaños de 15. La nena era un monstruito, pobrecita, comía con la mano.
Yo le dije al chofer, ‘come con la mano igual que ella’. ¿Sabes cuando habló?
Cuando la dejé en el Colegio en Bahía Blanca: ahí se largó a llorar, lloraba y
me decía ‘No me dejes acá, por favor, no me dejes acá’”. La voz de Jorge se
entrecorta, y le propongo que hablemos de otra cosa.
El
drama se repite en cada uno de los relatos que me cuenta: un chico con un ataque de
nervios que rompe todo su cuarto y golpea a sus compañeros, seis hermanitas que
lloraban por volver con su padre a pesar de sus abusos. En todas, Jorge está
ahí para hablar con los chicos, darles consejos, y retarlos como si fueran sus
propios hijos. “Me llamaron hasta un 31 de diciembre para hablar con un pibe y
dejé a mi familia sentada en la mesa esperándome” dice, y mira a Solange que
mueve la cabeza asintiendo. “Es así, siempre corre por todo el mundo”, confirma
ella, y aunque su voz transmite desaprobación, acaba de mencionar una de las
virtudes más importantes de su papá.
Jorge prende el sexto cigarrillo de la mañana, y me estira el paquete para que yo haga lo mismo. Le contesto que no fumo, y cuando empieza a pitar me doy cuenta de que ese es el único momento de la mañana en que está en silencio. Le encanta hablar y lo hace tan rápido que pareciera que se olvida de respirar entre frase y frase. “¿Qué más te puedo contar sobre mi trabajo?”, pregunta en voz alta, mirando a través de la ventana. Aprovecho el momento de tranquilidad y decido preguntarle algo que me ronda por la cabeza desde que nos saludamos.
"¿Por qué dejaste el trabajo?" Me
mira nervioso. Siento que pregunte
algo que no debía, pero ya lo hice, así
que sonrío.
Me responde con la misma pregunta
“¿Por qué lo deje?”. Y ahí empieza a narrar una historia que parece salida de
una novela: “Una mañana estaba tomando un café en una estación de servicio. Ella
pasa caminado en dirección al teléfono público, me mira, se acerca y me pide
unas monedas. Se las doy pero a cambio del favor la invito a tomar un café. Me
sonríe, va hasta el teléfono y empieza a hablar. En ese momento dudé: estábamos
a una cuadra del lugar donde trabajaba, el instituto de menores, y varios de
los chicos que viven ahí suelen andar por la zona. Ella vuelve, se sienta y
hace un gesto con los dedos a penas separados, indicando que quería un café
chiquito. Nos presentamos y le pregunté qué estaba haciendo. Ella, desde lejos
me muestra una credencial con el logo de la policía federal y me dice que
trabaja para ellos. Yo elegí creerle. Nos volvimos a ver unos días después.
Ella me hablaba con la seguridad de una mujer, decidida. Durante algunas
semanas nos encontramos en la misma estación de servicio”
“¿Qué querés que haga? Me mintió, nunca me
dijo que vivía en el instituto” me dice con el mismo tono serio con el que me
acaba de contar una historia que jamás espere como respuesta a mi pregunta La miro
a Solange, está seria y es entendible: ella, al igual que su mamá y sus dos
hermanas, no vivieron esta historia como una de amor. “Bueno, no hagas esa
cara” Le pide su papá, y sigue: “A la semana se enteraron en el
instituto, me llamaron las asistentes sociales, las psicólogas: tuve que
renunciar”.
A pesar de haber abandonado la casa
que compartía con su mujer y sus hijas para irse a vivir con su nuevo amor,
Jorge nunca las dejó de ver. “Nos venía a ver todos los fines de semana, y
hasta vivimos un año con él” aclara Solange, y agrega “Es un padre y un abuelo
presente, no nos podemos quejar”.
Entonces Jorge deja de hablar y lanza
una carcajada ante el comentario de su hija. Si bien hay tristeza en aquellas
anécdotas del instituto, también está la satisfacción de haber encontrado allí,
a la chica de la estación con quien hoy comparte su vida, y ha formado una
nueva familia “con cuatro hermosos hijos”.
Pamela Tomas
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