domingo, 2 de noviembre de 2014

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA


Me siento raro, estoy un poco nervioso. Es la primera vez que voy a ingresar a un Instituto. No conozco que pasa puertas adentro. Nunca tuve contacto con los chicos que viven ahí, ni se realmente quienes son, pero mi imaginativa cabecita plagada de prejuicios y estereotipos ya construyó una representación de ellos y no es grata.


            El viaje se hace largo y un poco tedioso. Hace casi treinta minutos que salí de mi casa que queda en el centro de la ciudad y aún me faltan un par de cuadras para llegar a destino. El largo camino y los numerosos kilómetros recorridos deberían haber servido como un primer presagio, un pequeño adelanto de una realidad que estoy a punto de conocer. A mano derecha ya distingo el bloque de edificios simétricos que forman parte del complejo que se extiende sobre la Avenida 520 -entre Abasto y Ruta 2 -  donde se encuentra el “Centro Cerrado Carlos Ibarra”.
            Una línea de frondosos eucaliptos camufla al Instituto y pese a su tamaño, lo vuelve imperceptible para los distraídos automovilistas que circulan con velocidad por la avenida. Ojos que no ven, corazón que no siente. Muy cerca de estos, un inalcanzable muro de metal separa para siempre al Calos Ibarra del mundo. Tanto los árboles como el alambrado cumplen vitales funciones. Los primeros, evitan que los de afuera notemos su existencia. Nos evade de formularnos preguntas incomodas que ni los gobernantes, ni las instituciones, ni nosotros mismos queremos responder. El segundo, impide que los de adentro escapen. Como así también sus historias y sus reclamos. Lo vuelve hermético y secreto, casi inexistente.  
            El Carlos Ibarra es un sitio gris, extremadamente gris. Sus pisos son grises, sus paredes son grises, sus escaleras son grises y para no desentonar con la decoración del lugar, una notoria ausencia de luz solar -aunque parezca imposible- hace de este un lugar más gris. En este universo monocromático un sólo objeto se destaca. Como si un morboso artista lo hubiera planificado, las rejas pintas de verde chillón resaltan en este mundo carente de color, no permitiendo ni por un momento olvidarlas.      
            El edificio donde funciona el Centro tiene dos plantas comunicadas por una gran escalera. En el piso de abajo se encuentra un triste comedor; un Sum; un baño abandonado que sirve de deposito y donde de paso se hacen las requisas a los familiares que vienen de visita; las hacinadas piezas con sus antiguas camas y desgastados colchones; un pequeño vestuario con un gran casillero donde cada chico tiene su propio espacio señalizado por un apellido sin nombre; y una clausurada cocina, a la cual ya no pueden ingresar porque un estadista descubrió que resulta más económico darles viandas a los pibes que  la oportunidad de cocinarse sus propios alimentos.  
            En este piso duermen también los celadores. Su pieza no es muy distinta a la de los jóvenes. Camas de hospital, una pegada a la otra, una pava grande, quizás más vieja que los colchones y una ventana enrejada.  Su régimen laboral y la falta de personal los obliga a pasar muchas veces cuarenta y ocho horas seguidas en esa prisión.  Comparten con ese entorno navidades y cumpleaños. Se adaptan a él, aprenden sus códigos y sobreviven según sus reglas. Ellos, en cierta forma, también están presos. 
            “Vivo encerrado acá dentro y algunos pibes me llaman policía. Yo les digo donde ven el arma estúpidos. Puedo ser cualquier cosa pero no soy policía. Si necesitan hablar, hago de psicólogo. Si necesitan un abrazo, de padre. Si les pasa algo, me toca ser enfermero. Ojo, en este lugar nada es color de rosa. Son bravos los pibes, algunos se llevaron a varios encima, y los de arriba no mandan recursos. Cada vez somos menos, muchas veces somos 3 para casi 30 pibes”, dice el celador Martín Herrera.
            Escaleras arriba, se encuentra el salón de juegos. Quizás quede un poco grande ese término para una habitación carente de toda decoración, que tiene en su centro una solitaria mesa de ping pong como único entretenimiento, pero así la llaman. También funcionan dos aulas. En la puerta de la primera un desafortunado cartel, desatinado en tiempo y en lugar, reza la siguiente frase: “Con bombos y platillos le doy la bienvenida, a todo el estudiantado de nuestra Argentina. Abran puertas y ventanas y también el corazón, les traerá el aprendizaje saber y superación. Los invito a formar parte de un equipo de primera. Que este sea un buen año. Bienvenidos a la escuela.”
            Los chicos del Carlos Ibarra, tiene entre 13 y 17 años pero están muy lejos de ser unos santos. Todos están ahí por una orden judicial, luego de ser detenidos por graves delitos. Son diminutos presidiarios. Muchas veces llegan con síndrome de abstinencia de drogas duras. En ocasiones son extremadamente violentos. Muchos cuando están sólos las primeras noches lloran. Cuando están en confianza juegan como  niños.
            La población que alberga el Centro Cerrado Carlos Ibarra, aumentó con el dictado de la Ley de Emergencia de Seguridad por parte deL Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Desde que se tomó la medida el número de huéspedes creció de quince a veintiocho. El presupuesto para mantenerlos no. Cada vez son más pero para reinsertarlos se gasta lo mismo.
            “¡Decime que entendés este delicioso mensaje a la dignidad infantil! De los pebetes tristes nacen los hombres resentidos. Una infancia sana y respetada prepara los resortes de una  vida esperanzada. Se puede esperar mucho de un orden cuando piensa en su infancia y no le duele como una cachetada, si no que lo endulza como una golosina. Y lo pibes risueños de hoy serán los hombres templados del mañana. Criaturas dignas, para que de ella nazcan las personas dignas”,  recitaba Enrique Santos Discépolo por la radio, en defensa de las políticas de inclusión social que el primer gobierno del General Perón había tenido para con “los bochas”, los pequeños huérfanos que vivían en los asilos.
            Pasaron sesenta años, las contradicciones históricas hacen que un Gobierno Provincial que se dice peronista, les brinde a estos pibes un trato muy diferente. Si, porque estos chicos con su frondoso prontuario también son huérfanos, huérfanos de amor, de guía, de educación. Mucho antes de entrar aquí fueron abandonados por el Estado y por una sociedad ciega de complicidad. Su crianza quedó librada a su suerte, los dejamos desamparados. No eran nadie. No importaban. Pero un día se volvieron demasiado peligrosos. Entonces si, no quedo otra que acordarse de ellos, aunque sea por un instante, el necesario para enjaularlos y luego nuevamente olvidarlos. Con la mayor rapidez, con la menor culpa.  Detrás de una línea de árboles, contenidos por un muro de alambre. En el Carlos Ibarra.


           
                                                                             Eduardo Rousseau 

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