Me
siento raro, estoy un poco nervioso. Es la primera vez que voy a ingresar a un
Instituto. No conozco que pasa puertas adentro. Nunca tuve contacto con los
chicos que viven ahí, ni se realmente quienes son, pero mi imaginativa cabecita
plagada de prejuicios y estereotipos ya construyó una representación de ellos y
no es grata.
El viaje se hace largo y un poco
tedioso. Hace casi treinta minutos que salí de mi casa que queda en el centro
de la ciudad y aún me faltan un par de cuadras para llegar a destino. El largo
camino y los numerosos kilómetros recorridos deberían haber servido como un
primer presagio, un pequeño adelanto de una realidad que estoy a punto de
conocer. A mano derecha ya distingo el bloque de edificios simétricos que
forman parte del complejo que se extiende sobre la Avenida 520 -entre Abasto y
Ruta 2 - donde se encuentra el “Centro
Cerrado Carlos Ibarra”.
Una línea de frondosos eucaliptos
camufla al Instituto y pese a su tamaño, lo vuelve imperceptible para los
distraídos automovilistas que circulan con velocidad por la avenida. Ojos que
no ven, corazón que no siente. Muy cerca de estos, un inalcanzable muro de
metal separa para siempre al Calos Ibarra del mundo. Tanto los árboles como el
alambrado cumplen vitales funciones. Los primeros, evitan que los de afuera
notemos su existencia. Nos evade de formularnos preguntas incomodas que ni los
gobernantes, ni las instituciones, ni nosotros mismos queremos responder. El
segundo, impide que los de adentro escapen. Como así también sus historias y
sus reclamos. Lo vuelve hermético y secreto, casi inexistente.
El Carlos Ibarra es un sitio gris,
extremadamente gris. Sus pisos son grises, sus paredes son grises, sus
escaleras son grises y para no desentonar con la decoración del lugar, una
notoria ausencia de luz solar -aunque parezca imposible- hace de este un lugar
más gris. En este universo monocromático un sólo objeto se destaca. Como si un
morboso artista lo hubiera planificado, las rejas pintas de verde chillón
resaltan en este mundo carente de color, no permitiendo ni por un momento
olvidarlas.
El edificio donde funciona el Centro
tiene dos plantas comunicadas por una gran escalera. En el piso de abajo se
encuentra un triste comedor; un Sum; un baño abandonado que sirve de deposito y
donde de paso se hacen las requisas a los familiares que vienen de visita; las
hacinadas piezas con sus antiguas camas y desgastados colchones; un pequeño
vestuario con un gran casillero donde cada chico tiene su propio espacio
señalizado por un apellido sin nombre; y una clausurada cocina, a la cual ya no
pueden ingresar porque un estadista descubrió que resulta más económico darles
viandas a los pibes que la oportunidad
de cocinarse sus propios alimentos.
En este piso duermen también los
celadores. Su pieza no es muy distinta a la de los jóvenes. Camas de hospital,
una pegada a la otra, una pava grande, quizás más vieja que los colchones y una
ventana enrejada. Su régimen laboral y
la falta de personal los obliga a pasar muchas veces cuarenta y ocho horas
seguidas en esa prisión. Comparten con
ese entorno navidades y cumpleaños. Se adaptan a él, aprenden sus códigos y
sobreviven según sus reglas. Ellos, en cierta forma, también están presos.
“Vivo encerrado acá dentro y algunos
pibes me llaman policía. Yo les digo donde ven el arma estúpidos. Puedo ser
cualquier cosa pero no soy policía. Si necesitan hablar, hago de psicólogo. Si
necesitan un abrazo, de padre. Si les pasa algo, me toca ser enfermero. Ojo, en
este lugar nada es color de rosa. Son bravos los pibes, algunos se llevaron a
varios encima, y los de arriba no mandan recursos. Cada vez somos menos, muchas
veces somos 3 para casi 30 pibes”, dice el celador Martín Herrera.
Escaleras arriba, se encuentra el
salón de juegos. Quizás quede un poco grande ese término para una habitación
carente de toda decoración, que tiene en su centro una solitaria mesa de ping
pong como único entretenimiento, pero así la llaman. También funcionan dos
aulas. En la puerta de la primera un desafortunado cartel, desatinado en tiempo
y en lugar, reza la siguiente frase: “Con bombos y platillos le doy la
bienvenida, a todo el estudiantado de nuestra Argentina. Abran puertas y
ventanas y también el corazón, les traerá el aprendizaje saber y superación.
Los invito a formar parte de un equipo de primera. Que este sea un buen año.
Bienvenidos a la escuela.”
Los chicos del Carlos Ibarra, tiene
entre 13 y 17 años pero están muy lejos de ser unos santos. Todos están ahí por
una orden judicial, luego de ser detenidos por graves delitos. Son diminutos
presidiarios. Muchas veces llegan con síndrome de abstinencia de drogas duras.
En ocasiones son extremadamente violentos. Muchos cuando están sólos las
primeras noches lloran. Cuando están en confianza juegan como niños.
La población que alberga el Centro
Cerrado Carlos Ibarra, aumentó con el dictado de la Ley de Emergencia de
Seguridad por parte deL Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Desde que se
tomó la medida el número de huéspedes creció de quince a veintiocho. El
presupuesto para mantenerlos no. Cada vez son más pero para reinsertarlos se
gasta lo mismo.
“¡Decime que entendés este delicioso
mensaje a la dignidad infantil! De los pebetes tristes nacen los hombres
resentidos. Una infancia sana y respetada prepara los resortes de una vida esperanzada. Se puede esperar mucho de
un orden cuando piensa en su infancia y no le duele como una cachetada, si no
que lo endulza como una golosina. Y lo pibes risueños de hoy serán los hombres
templados del mañana. Criaturas dignas, para que de ella nazcan las personas
dignas”, recitaba Enrique Santos
Discépolo por la radio, en defensa de las políticas de inclusión social que el
primer gobierno del General Perón había tenido para con “los bochas”, los pequeños
huérfanos que vivían en los asilos.
Pasaron sesenta años, las
contradicciones históricas hacen que un Gobierno Provincial que se dice
peronista, les brinde a estos pibes un trato muy diferente. Si, porque estos
chicos con su frondoso prontuario también son huérfanos, huérfanos de amor, de guía,
de educación. Mucho antes de entrar aquí fueron abandonados por el Estado y por
una sociedad ciega de complicidad. Su crianza quedó librada a su suerte, los
dejamos desamparados. No eran nadie. No importaban. Pero un día se volvieron
demasiado peligrosos. Entonces si, no quedo otra que acordarse de ellos, aunque
sea por un instante, el necesario para enjaularlos y luego nuevamente
olvidarlos. Con la mayor rapidez, con la menor culpa. Detrás de una línea de árboles, contenidos
por un muro de alambre. En el Carlos Ibarra.
Eduardo Rousseau
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