
En el año
1987, con tan sólo ocho años, Sergio abandonó el Instituto de Menores “María
Luisa Servent” para siempre. Tiene cáncer. Desde hace cuatro meses está internado
en el Hospital de Niños. No recibe visitas de su familia. Los fuertes dolores
que padece a causa de los invasivos y constantes tratamientos médicos han
convertido su vida en una agonía. Ha perdido todas las esperanzas y el
pronóstico empeora con el correr de los días. Se está dejando ir.
Veinticinco
años después, un Sergio adulto llora a Chela, luego de acompañarla estoicamente
durante toda su enfermedad, poniendo fin a una increíble historia de amor. Una
historia que nació en medio de una desesperante oscuridad, un cuarto de siglo
antes. En esos días en que Sergio enfrentaba a la muerte sin fuerzas en su
cuerpo y sin convicción en su alma. En esos días en que el cariño de Chela, entre comidas de Hospital,
le devolvió la fe y el deseo de vivir.
Primeros días.
Con tan sólo
cuatro años Sergio, junto con sus dos hermanos, fue abandonado en el Instituto
de Menores “Maria Luisa Servent” de la ciudad de La Plata. La directora, Erminda Poggio –Chela-, era una
persona muy especial, que asumía con pasión y responsabilidad su función, al
punto de dedicar su vida a un noble propósito: brindar a los niños la mejor
infancia que la institucionalización permite.
“Era un
Instituto modelo. Vos tenías de todo, todo menos a papá y a mamá. Pero como
chicos, hubiéramos cambiado todo lo demás por tener a papá y a mamá. Aunque
tuviéramos que vivir en una villa o comer día por medio. Lo que te falta, es lo
más importante. Nosotros dos veces al año nos íbamos de viaje: a Monte Hermoso,
a Cataratas, a Córdoba. Teníamos Día del Niño, Reyes Magos y Navidad. Con Papá
Noel, Reyes y todo. Había actos, música, deportes, educación física, torneos de
fútbol. Teníamos ropa; nos bañábamos todos los días; no nos faltaba abrigo y no
nos faltaba nada” nos cuenta Sergio.
Resurrección.
“En febrero
de 1987, a mi me detectan un tumor abajo del cuello y me internan. Me
diagnostican Linfoma de Hodgkin”. Sergio padecía un tipo de cáncer que afecta a los
linfocitos, los glóbulos blancos de la sangre. Fue necesario, entonces,
someterlo de forma urgente a una operación en el Hospital de Niños de La Plata,
donde estuvo internado por cuatro meses.
“Fue
terrible. Creo que tengo mi cuota de penuria paga -dice entre risas-.Si
viene más que venga, pero creo que ya gran parte la tengo saldada. El hospital
es algo tan triste. Yo en el Instituto tenía todo, pero cambiaba todo, por
tener a mis padres. Pero cuando yo estaba en el Hospital daba lo que sea por
volver al Instituto – se vuelve a reír-. Es muy difícil para un chico de ocho
años que tiene una comprensión parcial sobre el mundo estar tan cerca de la
muerte. Están todo el tiempo invadiendo tu cuerpo: pinchazos, sondas, sueros,
canalizaciones, operaciones, biopsias. Es muy difícil porque no veía mejoría.
Yo sentía que cada día era una complicación nueva, que te buscaban las cosas.
No me daba cuenta que el doctor estaba utilizando todos los recursos para
salvarme la vida”
Sergio no
exagera cuando habla de su enfermedad, su situación era crítica. Chela iba
todos los días a visitarlo, se quedaba firme junto a él, le hacía
compañía. Hasta le pidió a su familia
que visitaran al pequeño en el Hospital: “Nos contó la historia. Nos explico
que se había encariñado mucho con un chico y que estaba enfermo, pero cuando lo
ví… ufff. Era un cadáver, parecía uno de
esos chicos de Etiopía. Todo flaquito, pura cabeza. Le dije a Chela que no se
hiciera ilusiones que ese nene quizás no pasaba
la noche” comenta su tía Rosi.
A
pesar de lo que indica la razón, algunas veces cuando todo parece perdido y el
triste desenlace parece inevitable, ocurren los milagros. Los médicos se lo
atribuyen a su ciencia y puede que estén en lo cierto. Pero en el seno de la
familia de Sergio nadie duda. Es una
verdad tan absoluta e irrefutable como el teorema de Pitágoras que su impensada
recuperación se debe al amor de Chela.
“El
30 de junio me dieron el alta, era como tocar el cielo con las manos. Todavía
me acuerdo de ese día. Salir a la calle, ver el sol. Es muy parecido a lo que
debe sentir un preso, porque estás privado de tu libertad. No porque cometiste
un delito o porque lo ordena la ley, lo que te priva de la libertad es tu
salud” recuerda Sergio.
Como
estaba aún muy débil y necesitaba cuidados especiales, Chela le abrió las puertas
de su hogar. “El pacto era éste: mientras me recuperaba iba a vivir en su casa.
A mí me encantó. Un hogar, donde tenía una pieza, mis juguetes, mi lugar. Era
todo muy soñado -se le ilumina el rostro-. Yo no sé si ella lo dedujo o lo
sospechó, pero yo me quería quedar.
Pasaba el tiempo y yo por miedo no quería ni hablar, me iba haciendo el
boludo para que no se den cuenta que estaba todavía acá, después le pedí que me
adopte” señala Sergio entre risas.
Tiempos actuales.
Al
principio las cosas no fueron todo color de rosa. Sergio se había criado sin un
modelo, sin la guía de un adulto y tenía una historia de vida complicada.
Dentro del Instituto las cosas se
resolvían de forma violenta, era la única forma que él conocía para
enfrentar sus conflictos. Chela y José -su pareja- siempre lo entendieron y con
paciencia lo encarrilaron con el ejemplo.
“A
los doce años Sergio era el chico perfecto. Era abanderado, brillaba en
matemáticas y jugaba torneos de ajedrez. Para colmo era un tipazo”-nos cuenta
su prima Maru entre risas-“nos hacia quedar mal, pero era tan bueno que no te
podías enojar con él”.
Con los años
Sergio creció, y se convirtió en un hombre de bien y un referente de su barrio.
Las malas administraciones y el abandono habían llevado al Club Pueblo Nuevo de
Ensenada, a estar muy cerca de la quiebra. Casi no tenía socios. Junto con su
incondicionable banda de amigos lo
reflotaron a pulmón: repararon la cancha de paleta, lo pintaron y
acondicionaron. El Club volvió a ser un lugar donde los pibes hacen deporte.
El
ser una de las personas más queridas de la cuadra, le dió la oportunidad de
abrir un kiosco en la ventana de su casa. Durante años, los chocolates y
golosinas del barrio tenían su sello. Con su trabajo se solventó la carrera de
Contador Público. Donde antes estaba el pequeño almacén hoy se encuentra su
oficina. Pero su triunfo profesional no lo hacen olvidar de sus obligaciones
sociales. Hace unos años que finalizó el curso de Payamédico y siguiendo el
ejemplo de su mamá del corazón, decide
regalar una esperanza a los niños que más la necesitan.
Se completa el rompecabezas.
Sergio
se crió lejos de sus hermanos que fueron adoptados por otra familia. Desde que
él fue a vivir a casa de Chela y José, estos siempre incentivaron que el
pequeño tuviera contacto con su familia biológica, pero nunca hallaron el
paradero de sus progenitores.
“Un
día recibí un mensaje por Facebook, también lo recibieron mis hermanos, con
quienes ya había recuperado el vínculo. Era un amigo de mi papá biológico, que
nos decía que quería encontrarnos. Así que en el año 2011, nos juntamos en el
Café “Los Angelitos” en Capital Federal. Yo imagine que él tenía culpa. Por
eso, lo primero que le dije fue que no le guardaba rencor, que lo había
perdonado. Pero viendo quien era él, ahí me dió bronca. Yo pensé siempre que
era un tipo pobre, que no había tenido chances en la vida y que por eso tuvo
que abandonarnos. Pero no fue así, y eso me costó superarlo. Él tenía una
personalidad especial, era un tipo extremadamente franco, innecesariamente
franco. La franqueza y la sinceridad tienen una frontera muy finita con la
crueldad. Él te decía su verdad, pero más que una verdad era una excusa. El
juego era un vicio que no pudo superar y sus hijos eran una carga”, nos
explica. Su padre falleció al año
siguiente.
“A
mi mamá biológica la encontré en el 2012, medio de casualidad. En lo personal me sirvió para saber de dónde
vengo. Para caminar para adelante, teniendo todo lo de atrás resuelto. Eso fue
hace dos años, tuvimos un par de encuentros. Pero me lo tomo con la libertad de
hacer lo que siento. No quiero tener la presión de tener que tener un contacto.
El lazo que se forme de aquí para adelante no sé cómo va a ser. Sé que ella me
dió la vida, pero a los 32 años es difícil construir el vínculo mamá-hijo luego
de más de 25 años sin nada. Yo el vínculo mamá-hijo lo construí, lo construí
con Chela.”, afirma Sergio.
El
encuentro con su madre, puso fin a un gran círculo, lo reconcilió
definitivamente con su pasado. Completó la pieza que faltaba en su
rompecabezas.
Hoy
Sergio es una persona feliz. Es el alma de las fiestas y el tipo que te recibe
siempre con una sonrisa. No guarda rencor por las cosas que le tocaron vivir,
ni con las personas que fueron responsables de ellas. Todo lo contrario, se
encuentra agradecido. El secreto de su amor por la vida, es muy simple: se
siente especial por haber sido elegido por Chela, su verdadera mamá.
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